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El andador. Consejos de una madre en apuros. Por Flor Enjuto.

ANDADOR BALANCÍN 


Cigoto es un chico listo. Listísimo. Y no porque yo sea su madre y tenga las endorfinas a punto de ebullición, sino porque el pequeño pelirrojo se ha acostumbrado a buscarse la vida ninguneado por la familia -que no damos abasto para sobrevivir- y a dar por hecho que por eso de ser el segundo le tocaba espabilar y claro, la criatura se ha puesto las pilas.

Sabe abrir botellas para derramarlas por el suelo, trepar por todo lo trepable –y lo intrepable también- comer cables, meterse lápices por la nariz, comer solo lanzando papilla, yogur y boquerones contra la televisión, hacer montañas con las construcciones para luego estamparlas contra la pared, abrir y meterse en los cajones y muchas otras proezas maravillosas que nos tienen en un sinvivir y en un inicio de depresión severa.

Sin embargo, este Cigoto nuestro que no le tiene miedo a nada no quería lanzarse al mundo de los hombres evolucionados y andar erguido y sólo quería gatear cual poseso sin querer oír hablar de otra cosa. Conste en acta que yo no tenía prisa porque el susodicho anduviera, que bastante tiene una con lo suyo como para innovar, pero el poder de persuasión de la mamma es importante y después de dos o tres sermones, ya estaba una agobiada con el hecho de que a sus trece meses no quisiera ni dar un paso, encogiendo los pies como si estuviera pisando lava ardiendo. Máxime cuando la pelirroja que también era floja como su madre dio sus primeros pasos mucho antes.

Así que cuando los chicos de El Planeta del Bebé me regalaron un andador, vi la luz porque aquello no sólo podía ayudarlo a andar sino que además me lo tendría entretenido y a salvo sobre cuatro ruedas homologadas.

Pero claro, con esto del estrés, a una se le olvida que sus hijos son quiénes son y se las gastan cual forajidos, así que por muy bien que fuera la cosa, iría mal, que no es por ser agorera pero tampoco es cuestión de andar esperando resurgir de la mala vida en cada esquina.

Como no podía ser de otra manera, a Cigoto le encantó el andador incluso antes de saber qué era y para qué servía, porque ese rojo intenso y esas lucecitas y esos botoncitos que emiten mil sonidos, le dejaron emocionado y tocando palmas como El Pescaílla, que para eso mi niño es muy agradecido y muy amante del folclore.

Pero claro, no todo iba a ser civilizado, y cuando metí al niño en el andador y descubrió para lo que de verdad servía, se volvió loco nivel ingreso inmediato y empezó a dar corretadas por la casa como si estuviera huyendo de una manada de búfalos salvajes.

Y así, día tras día, fue cogiéndole el truquillo al asunto hasta que acabó dominándolo nivel maestro y lo que es peor, aprendiendo y depurando un nuevo juego consistente en salir corrigiendo como Carl Lewis para luego dejarse estampar contra los muebles en plan jackass y morirse de la risa.

Dos semanas y tres desconchones en la pared del salón después, Cigoto aprendió a andar o a lo que quiera que sea lo que haga ahora, deambulando como un E.T. borracho por todas las estancias de la casa alcanzando todo lo alcanzable y escapando a lugares hasta ahora reservados al resto de la familia y a los objetos de valor.

La proeza, sin duda, se debe al milagroso andador que lo ha liberado del pánico escénico, aunque teniendo en cuenta que ya no sólo gatea sobre la mesa del comedor sino que también anda como un funambulista temerario, no tengo claro si hubiera sido mejor dejarlo gatear hasta la Universidad. Ay.